Con los años me vuelvo menos tolerante con ciertas cosas. Supongo que tiene que ver con cambios de perspectiva, relativizaciones, bla bla bla.
He tenido desde pequeña una obligación autoimpuesta, sin excepciones: terminar todo libro que empiece. Ya pueda ser un bodrio, no entender ni jota, estar mal traducido, hacerme llorar, lo que sea.
Gracias a ese rasgo de testarudez, he leído libros que me obligué a terminar a pesar de resultarme pesadísimo. A algunos de ellos ahora no me canso de volver una y otra vez. Es decir: lo que en principio, por edad o madurez, era infumable, con el tiempo se ha convertido en un placer recurrente.
Pero se acabó. Ya no tengo ganas ni de insistir ni de obligarme a pasar por tragos amargos. Estoy cansada, tengo poco tiempo y leo para disfrutar.
Lo decidí anoche, cuando me metí en la cama y llegué a esa página en la que me saltó a la cara una imagen que aún me revuelve el ánimo. No sé si me hubiera dado tiempo a detener el impulso de rabia: tal como tenía el libro en la mano lo lancé con todas mis fuerzas contra la pared y me di la vuelta. Esto no se hace. No lo comprendo. No es que quiera leer de pajaritos que cantan y flores en el campo pero tampoco entiendo esa tendencia a describir escenas de las que te dejan mal cuerpo durante mucho tiempo. No son para mí.
Lo peor es que el libro era prestado. Menudo cargo de conciencia. Menos mal que no se nota el envite.
En fin.