Era mi muy mucho mejor amiga, de esas que ya no hay, de esas a las que puedes contarle todo, lo que sea.
Me estuvo acompañando tanto. Nos hicimos tanto bien.
Y desapareció del mapa. Llegó a ver a Minibere una vez, creo. Que nunca tenía tiempo, que yo tampoco.
Esto no puede ser. Dos años después intento retomar el contacto, pero no se deja. Pasa mucho tiempo. Un día llama de forma totalmente inesperada. Le pregunto si ha pasado algo, si he hecho algo, que no lo entiendo. Y me dice que nada, que nada, que su vida es un poco caos. Que va a tener otro niño, que ha sido inesperado, que me echa de menos. No podemos seguir la conversación porque tengo una puta migraña que no me deja casi abrir los ojos y tengo que parar para vomitar. Me llamará otro día, dice.
Y luego, silencio. Intento mails, teléfono, sms. Sin respuesta.
Me preocupo. Mucho. Nos conocemos desde pequeñas: llamo a su madre. Me cuenta que está bien, que por qué no llamo a su hija, que ella sentía que yo la cuidaba.
No lo entiendo. No me cabe en la cabeza. Y me duele MUCHO. Y pasa otro año.
Un día me dice alguien importante que a veces las personas se cruzan en tu camino y luego se marchan. Y que no tiene que haber una razón para ello, que si han elegido otra senda, debo dejarlas marchar.
Y lo intento. Y me cuesta lo indecible, porque no puedo. Y el dolor se va acolchando, pero sigue. Y de vez en cuando sueño que nos encontramos. Y ese día me lo paso dándole vueltas a todo otra vez porque se me remueve todo.
Porque para mí el apego no es el contacto ni la cercanía, es el sentir. Y, puestos a ello, no olvido, no perdono, no me desato, no rompo nunca el vínculo. Yo, claro. Los demás siempre sí. Debo de ser la rara, la que no sabe dar carpetazo, la que se queda bloqueada por un pasado que ya no existe, la que carga cadenas de humo a modo de grillete en el tobillo.
Abro los ojos a un intento de empezar de cero en muchas cosas y decido que esta vez tengo que abrir la puerta y dejar salir del armario muchos fantasmas. Y ella se va.
Y un día Facebook me la sugiere como amiga. Ha añadido a amigos comunes, a algunos que sé que apenas conoce, pero no a mí. Algo debió de pasar, dice mi yo paranóico, muy activo últimamente, qué casualidad. O no. El dolor vuelve. Tengo que dejarla ir.
Aunque con ella se marche la remota esperanza de que hay algo que se llama amistad que en realidad existe. Aunque deje ir también la ilusión de no estar sola en mitad de la oscuridad a ratos.
La semana pasada recibí su invitación. Sorpresa, alegría, nervios, desazón, inquietud (¿por qué?). Duda, si habrá puesto el dedo sin querer sobre el botón.
Y decido aceptar, pero me quedo con el ratón en la mano sin hacerlo.
Porque no conoce a mi hija, ni me ha visto. Ni sé por ella si está viva o muerta o siquiera si su hija nació hace ya no sé si uno o dos años. No sé si se divorció finalmente, ni si sus hijos están bien o el aspecto que tienen después de todo este tiempo. Y no quiero que vea mis fotos, ni que vea a Minibere, ni mis cambios, ni que sepa de mi nueva casa, ni que sepa de mi vida. Minibere no sabe ni que existe. No puedo creer que nuestros hijos ni se conozcan. Y eso me produce una tristeza difícil de explicar.
Porque, si quiere saber, que lo haga de otra forma.
Y porque, en el fondo, lo que me acojona es que sí, que se haya equivocado al darle al botón y vuelva a dejarme tirada.