Si hace unos años me hubieran dicho que iba a contratar a alguien para que me limpiase la casa, me habría echado las manos a la cabeza. Porque de toda la vida de dios, eso lo hace una en su casa y se tiene como una patena.
Y ahí que empezamos el jevi y yo nuestra vida juntos con mi bere-cerebro puesto en modo llevo-mi-casita-la-lará-larita. ¿Pero qué pasa cuando una no es ama de casa y se ha pasado 30 años de su vida estudiando y currando? Que no sabe ni coser un huevo, ni freír una pantalón y no digamos ya planchar un almanaque. (¿Eh? ¿que no es así? ¿¿entonces cómo??). Y eso de currar más horas que un tonto y seguir limpiando el baño y barrer cada día uffff… Na, que al final nos pasábamos el sábado limpiando como dos fieras y peleándonos a la par porque tú has hecho esto, no tú lo otro, pero qué has hecho aquí que está tó fatal, etc.
Se impuso pedir socorro, digo… ayuda. Y después de otras dos candidatas que en vez de limpiar parecía que viniesen a casa a tocar la bandurria (curioso, porque aquí ni hay acústica ni tenemos bandurria ni na, pero a algo vendrían aquí, digo yo, porque lo que era a limpiar…), vino ELLA.
Con el mismo cariño que le pusieron a la tía del relato de Cortázar su mote, nosotros le hemos cambiado el nombre a nuestra ¿chacha? ¿señora de la limpieza? Una nunca sabe qué es lo que toca ahora que sea políticamente correcto.
Rosa es una señora de un país del Este pequeñito, que recaló en Madrid sobre la misma época en la que lo hice yo. No se llama Rosa, pero dice que es que aquí nadie sabe decir su nombre verdadero. Es bajita, morena y un poco… esto… incómoda de ver. Habla como en las películas de espías rusos y empezó llamándome SEÑORRA BERRE, cosa que le dije que ni hablar, que Bere. Por lo que nos cuenta una compañera del jevi a cuya casa va una amiga de nuestra asistenta, entre el poco español que maneja y mi acento andaluz, no me entiende la mitad de lo que le digo (sigh) pero nos apañamos. Además, debe batir varios records de velocidad cada semana en casa: está menos de lo acordado (lo sé) pero lo limpia todo todo y cada jueves rompe algo distinto. Por todo ese cúmulo de cualidades, el jevi y yo la llamamos, cariñosamente, el troll.
Desde que tenemos a minibere, tenemos todo el cuidado del mundo en no asociar Rosa y Troll ni a nombrarla por el mote. Pero, como una vez dijo MI padre “esta niña ha salido de lista a su padre” (gracias, papá ¬¬) y hace un par de semanas, a la pregunta “pero minibere ¿dónde has dejado la muñeca? ¿la has perdido?” contestó “la ha perdido el troll, que se llama Rosa”. Y su padre y yo nos quedamos con las patas colgando. He de aclarar que minibere tiene dos años y medio. Ay madre.
Pues bien, el troll se ha ido de vacaciones un mes a su tierra. El jevi y yo hemos aprovechado para revivir nuestras experiencias de recién casados: sábados a discutir y a limpiar sudando como dos verracos. Y así todo el mes de agosto. Ay madre. Llevamos TODO el día parriba y pabajo. No sabía que las bolillas de los ojos pudieran sudar, porque a mi me sudan hasta los pendientes. Me duele tó. No tenemos aire acondicionado, creemos que el termómetro ha huido por la ventana.
Ya no me acuerdo ni de cuando nos rompe cosas, ni de lo que nos pierde, ni de lo que estropea con la plancha, ni de que sé que está menos tiempo ni na de na. En cuanto la vea aparecer por la puerta ME LA VOY A COMER A BESOS.
¡VUELVE, ROSA, VUELVE! (SNIF)