viernes, septiembre 25, 2009

Cuando oigo esas dos palabras juntas, la mordida, se me agolpan varias imágenes en la frente, a la altura de los colores, los olores a otoño y sabores olvidados.

I

Pero lo que más vívidamente siento es el frío del otoño. Un día hace calor y, al siguiente, abres la puerta del portal, das un paso hacia afuera y el mordisco del frío. Inesperado y bienvenido. Recibido en toda su intensidad, rechazando a empujones el calor de dentro. En los brazos, en las piernas, las mejillas y los labios. Un mordisco de dientes de metal a la altura del hombro, un mordisco de placer prohibido. Saboreándolo en la boca y dándole vueltas con la lengua, como si fuera un caramelito de hielo. Vuelve el frío y a mí se me pasan las calenturas que me tienen fritas las ideas, y revivo.

II

La mordida, al que fuimos un día de verano de morirse por las calles en plena asfixia y yo pensando: estos madrileños están locos, sentados en terrazas cuando no se puede respirar más que fuego. El queso con hongos que puá puá, la incomodidad de la compañía, las amistades relajadas que se perdieron por pura dejadez. Tacones. Claudia cuando no se había marchado aún. Y nunca más.

III

La mordida también porque el vientecillo helado me trae el recuerdo de una colonia de alguien que se despidió de mí muy temprano un día de septiembre. Su sonrisa triste y mi alma a jirones. Porque me dejaba atrás, como había hecho con sus perras cuando tuvo que cambiar de vida. Por entonces yo no lo sabía y sólo me dolía la distancia. Luego me dolería aún más hasta ser rabia roja, porque ser abandonado por una causa, vale, pero sin explicaciones, no. Y así hasta volverlo a ver un día, de modo tan inesperado que me temblaba hasta la peineta. Y por eso me metí las manos en los bolsillos y seguí caminando, mirada al frente. Que una puede ser como un animal abandonado, pero no como un perro, sino como un gato rencoroso que ya no deja el hocico al alcance de otros zarpazos. La mordida del frío y el mordisco por dentro, como pocos. Una cosa tan tonta y tan breve, tan de contrato “ya sabes lo que hay”, pero tan viva.

Y cada mañana fría de septiembre se me mezcla el placer del nuevo frío con un soplo de aire algo triste. Ya sin sentido después de tanto tiempo, por supuesto, pero un recuerdo triste por lo que tiene de inacabado y de caso abierto. Al menos acabé recordando su nombre.

Confieso que el recuerdo se me va como un soplo y sólo queda la felicidad de que se acaba el verano. No sé por qué le dedico tanta letra aquí.

IV

La mordida, y más cosas que me callo.

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